domingo, 19 de diciembre de 2010

Estas navidades siniestras, por Gabriel García Márquez

Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tanto estruendo de cornetas y fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David.

954 millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero le gusta la parranda, y muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social.

Lo más grave de todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina. Antes, cuando solo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar.

El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más grande que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén.

Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que habría de indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que tantos cuadros mal copiados del aduanero Rousseau.

La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los trajeron los Reyes Magos -como sucede en España con toda razón-, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no solo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo.

Aquel día -como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria- perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.

Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papá Noel de los franceses, y a quienes todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen San Nicolás, un santo al que yo quiero mucho y porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina.

Según la leyenda nórdica, San Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares un oso que había descuartizado en la nieve, y por eso lo proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el 25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto al árbol de los juguetes, y hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia. Luego pasó a Estados Unidos, y estos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de colores, el pavo relleno y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.

Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando donde desaguar, o persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos.

Por Gabriel García Márquez
Fuente: Argenpress
Más información: http://cultural.argenpress.info/

El psicoanálisis en Flores, por Alejandro Dolina

El psicoanálisis en Flores  

La historia del psicoanálisis en el barrio de Flores es bastante curiosa.
Quienes conocen a los Hombres Sensibles ya sospecharan que las teorías de Freud no fueron formuladas pensando en ellos. Y aunque estos varones siempre fueron aventureros y buscadores de sueños, cuesta bastante imaginarlos en el sillón de un psicoanalista.
Sin embargo, muchos profesionales alcanzaron cierto éxito en el barrio del Ángel Gris.
Algunos fueron consultados por los Hombres Sensibles y hasta existieron escuelas y corrientes opuestas que dieron lugar a apasionantes polémicas.
El primer analista que se estableció en Flores fue -según dicen-el doctor Mauricio D. Finkel.
Los comienzos no fueron fáciles y su consultorio de la avenida Rivadavia permaneció desierto durante meses. Los vecinos creían entender que Finkel adivinaba la suerte o tiraba las cartas o tal vez vendía rifas.
Con esa idea se presento un día de invierno el primero de sus pacientes.
Se trataba del poeta Jorge Allen, quien buscaba consuelo a un desengaño amoroso y pensó que no estaba del todo mal intentar alguna solución mágica.
Finkel lo hizo recostar en su diván y lo invito a hablar. Allen le contó minuciosamente como había sido abandonado por cierta señorita de La Paternal, la forma en que sufría y otros detalles menores. Transcurrido un buen rato, Finkel se levanto y dio por terminada la entrevista.

-Bien -dijo Allen -. ¿Que hago?
-Venga el jueves a la misma hora.
-¿Para que?
-Vea, se trata de que usted vaya comprendiendo su propio problema.
La solución la encontrara precisamente en esa misma comprensión.

Allen regreso varias veces. Comprendió perfectamente su caso, lo cual no le sirvió de nada: la chica de La Paternal se caso con un consignatario de Alberti. Enterado de esta tragedia, el enamorado anuncio a Finkel su decisión de interrumpir el tratamiento.

-Usted no entiende -sentencio el analista -; el punto es ubicarlo a usted ante la realidad para que acepte y supere el dolor.
-No deseo superar el dolor. Ya he perdido a la mujer que quería: ¿Pretende usted dejarme también sin el sufrimiento? Dígame cuanto le debo.

A pesar de este primer fracaso, Finkel hizo carrera. Cuando los Hombres Sensibles se enteraron de la teoría del subconsciente, creyeron encontrarse ante una hermosa leyenda.
En la plaza, los Narradores de Historias sorprendían a su auditorio manifestando que todos llevábamos dentro a otro señor, que es en verdad el que domina nuestra persona.
Agregaban que este señor oculto aparecía en los peores momentos, poniendo en nuestras vidas notas de lujuria, bestialidad y grosería.
La leyenda del subconsciente se fue transformando vigorosamente y algunas de sus versiones son asombrosas. Durante mucho tiempo se creyó en Flores que todo acto indecoroso era responsabilidad del subconsciente, quedando a salvo la inocencia de quien lo perpetrara. Así, los guarangos de la zona justificaban sus gritos, zafadurías y provocaciones culpando al extraño que llevaban dentro.
Las personas decentes y rectas se jactaban de no tener subconsciente y muchos padres amenazaban a sus hijos con disponer la extirpación quirúrgica del intruso responsable de sus travesuras.
Manuel Mandeb afirmo una madrugada que el tenia varios subconscientes, la mayoría de los cuales estaba en contra suya.
Casi en los confines de Villa del Parque, algunos grupos de fanáticos creyeron que el subconsciente salía de su envoltura carnal en las noches de luna llena para cometer toda clase de perversidades.
Sea por el auge de esta leyenda, sea por la improbada labor de grupos de lechuguinos procedentes del centro, el caso es que el doctor Finkel y algunos otros psicoanalistas llegaron a disponer de una regular clientela.
Los Refutadores de Leyendas no se opusieron a esta actividad, pues habían oído decir que se trataba de algo científico. También es cierto que no concurrían a los consultorios, lo cual es una lastima: no debe haber nada más apasionante que los sueños de un racionalista.
Con la aparición de nuevos profesionales, empezaron también los diferentes enfoques, las herejías y las discusiones.
Finkel era ortodoxo: no dialogaba con sus pacientes, se ponía lejos de su vista y no les permitía que lo miraran. Sus enemigos afirmaban que el hombre aprovechaba para dormir.
Otros aseguraban que se iba a la cocina y regresaba sobre el final de la sesión. Y no faltaban los que creían que atendía a dos o más personas al mismo tiempo, dando vueltitas de inspección entre pieza y pieza.
Otros psicoanalistas prefirieron enfrentar a sus clientes y discutir con ellos. Una rama de la calle Bilbao se llevo esta actitud al extremo. Así nació la Escuela Psicoanalítica de la Mala Sangre.
Lo
s médicos que siguieron esta novedosa técnica se propusieron reaccionar ante el relato del paciente de un modo evidente y hasta exagerado, para que el enfermo comprendiera que se lo compadecía.
Por ejemplo: si un señor contaba que su esposa lo tenía harto, el analista lloraba amargamente hasta caer en la desesperación.
Claro que esta terapia tuvo, algunas veces, consecuencias desagradables.
Así, cuando alguien contaba que castigaba a sus hijos, no faltaba el psicólogo taura que se plantaba frente al escritorio y gritaba: "¡Por que no me pegas a mi, sinvergüenza!".
Las actividades de la Escuela Psicoanalítica de la Mala Sangre cesaron, más que nada, a causa de las quejas de los vecinos.
Un negocio bastante interesante fue el de los psicoanalistas a domicilio.
La idea surgió a partir de la fuerte necesidad que muchos pacientes tenían de sus analistas a toda hora. Ciertos neuróticos pudientes pensaron que una buena solución era contratar a un psicoterapeuta de modo permanente.
Entonces se hizo bastante frecuente la costumbre de tener un analista en la casa, lo que -de paso -eliminaba la molestia de someterse a una sesión, pues no tenia mayor sentido contarle al profesional lo que este podía ver con sus propios ojos.
Lo cierto es que, en el caso de los psicoanalistas ortodoxos, su función en el domicilio del enfermo no era mucho mas activa que la de un florero. Se limitaban a recorrer las habitaciones murmurando "jem" y asintiendo con la cabeza. Muchos de ellos todavía siguen en las casas de familias adineradas, algunos como jardineros, otros como primos o entenados.
El auge de la actividad psicoanalítica en el barrio de Flores popularizo sus técnicas más sencillas. Cualquier modista sabía lo que era el complejo de Edipo o una neurosis obsesiva. Los Hombres Sensibles se sintieron fascinados por el juego de la interpretación. Para ellos no se trataba de un ejercicio científico, sino más bien artístico. Y no les faltaba razón.
Alguien deja un paraguas olvidado en el bar La Pilarica. Interpretación: existe el deseo de volver al establecimiento.
Alguien cuenta chistes todo el tiempo. Interpretación: hay una pena oculta.
Alguien siente horror por los cuchillos. Interpretación: Hubo un accidente en la niñez.
Desde luego, los poetas del barrio acuñaron interpretaciones nuevas muchas de ellas de alto valor literario. Veamos: Alguien se mete el dedo en la nariz. Interpretación: Esta buscando su alma.
Una mujer es demasiado hermosa. Interpretación: se trata del demonio.
Un hombre come terrones de azúcar. Interpretación: es tucumano.
Un hombre afila su cuchillo en el cordón de la vereda: venganza segura.
El mismo mecanismo se observo en la interpretación de los sueños.
Según los Hombres Sensibles, soñar con una mujer es amarla, soñar con zapatos negros es morirse, soñar con caerse es el cincuenta y seis.
Otra de las consecuencias de esta vocación psicológica fue el convencimiento general de que todo tiene orígenes mentales. Así, cuando un muchacho se ensartaba un clavo en el pie, algunos médicos aplicaban la vacuna antitetánica y otros preguntaban por la relación del ensartado con sus padres.
De cualquier modo, el entusiasmo fue decayendo. Tal vez el principal responsable fue Manuel Mandeb. El pensador árabe empezó a desconfiar de quien trataba de abarcar el alma con menesterosas definiciones.
No le gustaba tampoco la ausencia del pecado en aquellas construcciones donde no había canallas, sino enfermos y donde los sinvergüenzas eran llamados psicóticos.
De estas inquietudes surge una obtusa monografía titulada "Locos éramos los de antes".
En realidad el trabajo consiste en la exposición de ciento nueve casos de personas que concurrieron al psicoanalista, sin curarse de nada y -lo que es peor -adquiriendo una espantosa satisfacción de si mismas.
La verdad es que el trabajo de Mandeb carece de todo rigor científico, pero consigue dejar la extraña sensación de que al psicoanálisis tampoco le sobra este rigor.
Esto es quizás falso. Pero uno no termina de convencerse, tal es el efecto que los pensadores pasionales, como Manuel Mandeb, producen en las personas razonables.
Hoy en día, supongo yo, los grandes investigadores del alma transitaran otros caminos menos pintorescos. Ya no parece tener mucho sentido contarle nuestras fantasías a un señor durante veinticinco años para ver si conseguimos dormir tranquilos.
Mis amigos ilustrados me cuentan que hay nuevas técnicas y que la ciencia adelanta a modo bestial.
Como quiera que sea, el sencillo propósito de esta nota ha sido llamar la atención sobres aspectos estéticos del psicoanálisis. No importa que no sirva para nada: sus rituales, sus aristas absurdas, sus tiros en la noche, sus metáforas, su solemnidad son elementos que un verdadero artista no debería desechar jamás.
Tal vez llego tarde y todos han comprendido esto. Quizás los terapeutas y sus pacientes no hacen mas que jugar, semana tras semana, un juego apasionante en que las fichas son sueños, ilusiones, fantasías, recuerdos, angustias, amores, desencuentros y frustraciones Esto es casi tan bueno como curar manías persecutorias.


martes, 16 de noviembre de 2010

Ciclo de encuentros en Castelar


Programa

25 de noviembre:

Los inicios del psicoanálisis:
El inconsciente freudiano.
Ruptura con la hipnosis y el método catártico.
Método psicoanalítico: transferencia, asociación libre y atención flotante.
Psiquiatría (clínica de la mirada) & Psicoanálisis (la cura por la palabra)
Conceptos de represión, fijación y traumas infantiles. La importancia de las fantasías y la sexualidad infantil.
Formaciones del inconsciente: sueños, síntomas, chiste y actos fallidos.

 2 de diciembre:

Cuerpo erógeno
La construcción de un  cuerpo para el psicoanálisis.
El narcisismo como operación fundante.
La constitución del sujeto en el campo del  lenguaje.
El sentido de los síntomas.
Fenómeno psicosomático.

9 de diciembre:

En todo lazo social se pone en evidencia lo imposible como dimensión inherente al sujeto del psicoanálisis (sujeto deseante, efecto de discurso).
Lo que cojea, lo que no anda, lo que no cesa de no escribirse y por eso produce escritura.
La interpretación psicoanalítica opera por el equívoco, un medio decir.
El psicoanálisis invoca ese decir a medias, lo causa.


Carga Horaria:
Actividad de una hora y media. Frecuencia semanal
desde el 25 de noviembre
Hasta el  9 de diciembre de 2010


Actividad no arancelada
Se pedirá colaboración para los gastos

Invitación

¿Por qué el  psicoanálisis?
Historia, vigencia y actualidad del discurso psicoanalítico

A cargo de:
Lic. María Andrea Alcázar
Lic. Andrea Agustina García
Lic. María Harguindey

A realizarse los jueves 25 de noviembre, 2 de diciembre y 9 de diciembre a las 19 hs en
Centro Cultural “La salita”, Almafuerte 2642. Castelar Sur (a dos cuadras de la estación). Actividad no arancelada.

Informes e inscripción

4699-3064
1557360612
1535879712

El psicoanálisis tuvo en su origen una ruptura con los conceptos de su época. Las ideas de Sigmund Freud fueron novedosas para sus contemporáneos.
A partir de la articulación de algunos de sus conceptos, nos proponemos despejar cuál es el aporte que el psicoanálisis puede ofrecer para echar luz a las cuestiones del malestar actual
 
 Dirigido a:
Todos aquellos que se encuentren interesados en el psicoanálisis y en la propuesta del programa.